miércoles, 28 de septiembre de 2011

XVI


Y la planta que llora la noche del solsticio. Que derrama sus gritos como un canto indecible. Todos saben su enclave, aunque nadie la ha visto. Llora porque Dios nace y un invierno se arruina. Así ululan las sombras cuando la luz regresa. Cuando se inicia el rito de revestir fachadas. De dar a cada cosa su manto de grandeza. Las lágri­mas que surten de cualquier parto ingente, se vuelven alaridos, se cambian en lamen­tos. Y son nuestros oídos los que, esa noche única, pueden captar el treno, endecha estremecida.

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